La pesadez casi impedía sostenerme en pie. Apilé las fichas sobre el tapete con escrupuloso orden de valor, formando varias columnas multicolores. Con la mano trémula aparté la butaca mientras todos me observaban atentos. Me regalé un descanso merecido en la partida. Necesitaba hablar conmigo mismo para apaciguar la ansiedad que empezaba a ahogar mi racionalidad. Acabé la copa y con la templanza que da el cansancio extremo, empecé a caminar rompiendo el círculo de ludópatas noctámbulos. Estaba harto de calcular probabilidades matemáticas y centrarme obsesivamente en los gestos corporales. La manera de sentarse, el tipo de respiración, posición de los hombros, el lenguaje de manos y brazos, la manera de jugar con las fichas y las cartas. Pero sobretodo la fascinación por la mirada. Allí estaba la clave y mi gran virtud como jugador de póquer. Los ojos eran capaces de revelar los números que guarda la mente. Para los que vivíamos del cash en las mesas de Texas Holdem todo se basaba en las dos cartas recibidas por cada jugador. Dos simples números posibles entre cuatro palos de trece cartas cada uno. Un total de cincuenta y dos posibilidades. Según estudios científicos el grado de movilidad del ojo estaba relacionado directamente con el tamaño del cambio numérico. Los números guardados en la mente eran inmediatamente codificados en el espacio, los números pequeños a la izquierda, los grandes a la derecha. Pensábamos en ellos de forma inconsciente como una línea que se extiende de izquierda a derecha. Yo sabía desgranar el enigma aproximándome estadísticamente, a largo plazo el juego era rentable.
El bullicio en el hall era estresante. Una larga cola en el guardarropa me hizo desistir de ir a por mi abrigo. Una turba de turistas se daba prisa por fundir su dinero en las mesas de juego. Los pies cansados dejaron la reconfortante moqueta por el asfalto de la acera. Tras traspasar la cortina de aire caliente de la entrada, mi cuerpo quedó atrapado por la gélida temperatura de diciembre. Las cafeterías colindantes al casino estaban repletas de gente buscando platicar sobre los sueños que pronto prometería el nuevo año. A través de las cristaleras empañadas observaba aquellas escenas mudas, donde los rostros perdían la compostura por el engaño colectivo. Quién era yo para juzgarles. Solo una trituradora por donde la cordura extrema no dejaba margen a la improvisación. Aceleré el paso como los creyentes ante el pecado. Buscaba la penumbra para hablar sin tapujos a mi sombra. Como siempre lo hacía en los momentos de duda.
Las luces de las habitaciones trufaban la fachada del Hospital del Mar. El sol se perdía a un ritmo exponencial, pronto las farolas cercenarían las oscuridad. El paseo marítimo se vaciaba de ciclistas y runners. El espigón del gas apenas era visible. Aquel aire seco empezaba a regalarme consciencia. Kilos de consciencia. La partida estaba en su punto dulce. Había quintuplicado mi bank inicial. Pero como siempre el tilt amenazaba. Era incapaz de controlar las emociones y aquello desconectaba los niveles superiores de pensamiento. Después de un bad beat, inevitablemente arriesgaba más en el juego. Un ansia por recuperar las fichas perdidas nublaba mis acciones. Ya no había análisis ninguno, solo premoniciones estúpidas. Incluso saliendo después de las ciegas reraiseaba con frecuencia, inexplicables 3-bet, nunca foldeaba, faroles más que obvios, para acabar pelado como un fish inexperto.
Los vendedores del top manta recogían sus pertenencias mientras hablaban entre ellos como habían sobrevivido un día más. Tras despedirse efusivamente, se perdían por las callejuelas de la Barceloneta. El aire no dejaba de molestar levantando arena de la playa. Pero nada impedía mi paso firme hacia ningún lugar para buscar nada en concreto. Solo enredarme, una vez más, en la decadente historia protagonizada por un lobo solitario adicto a la adrenalina de los dioses de la fortuna. Por eso dejé la universidad. Aquella terrible sensación de pérdida de tiempo. El póquer online era mi religión. Pasaba horas y horas analizando datos de mis rivales, repasando miles de manos para descubrir errores y pulir mi juego. Decenas de cafés para mantenerme despierto por las noches, cuando el tráfico en las mesas se incrementaba. Ampliando mi equipo informático hasta con cuatro monitores, jugando en veinticuatro mesas a la vez. Mi cuenta corriente no dejaba de incrementarse, era la envidia de todos mis amigos. Manejaba cantidades indecentes de pasta mientras que el resto del mundo sobrevivía con trabajos basura. Pronto experimenté la soledad del que todo lo tiene.
La piscina descubierta del Club Natación Atlétic Barceloneta mantenía una actitud desafiante. Las tumbonas blancas luchaban por mantener su posición, mientras las figuras de los flotadores de la cruz roja proyectaban sombras chinescas animadas. Un escenario ideal para rememorar como empezaron a llegar las malas rachas, los malditos dientes de sierra en los gráficos de resultados. La odiosa varianza cebándose con mi frágil equilibrio. Trastabillando toda mi seguridad para hundirla hasta convertirla en un montón de escombros.
La negritud del mediterráneo era incapaz de consolarme con su belleza. El ruido atronador de la mala mar me exigía a gritos que aquella tenía que ser mi noche. La noche donde cercenaría la cabeza a los enemigos que me asfixiaban. Lo tenía todo de cara. Todos en la mesa reconocían mi superioridad en el juego. No obstante, esperaban que resbalara como siempre lo hacía, entrada la noche, cansado y acosado por mi peor enemigo. Yo mismo.
Como una enorme cuchilla afilada el Hotel Vela prometía ejecutarme si fallaba. Aquel embriagador armatoste de metal, cemento y vidrio transpiraba, entre luces multicolores, todo el lujo que añoraba. Deseaba atarme a la pauta de la desidia, simplemente navegar por la vida buscando la corriente más favorable. Solo tenía que mantener aquel vacío existencial que me ligaba en los momentos de nostalgia. Olvidarme de mi miserable situación. No poder con el alquiler, ni el wifi o tener que empeñar hasta el propio ordenador. Suplicar trabajos de mierda para recuperar algo de cash e intentarlo una vez más. Golpeándome sin remedio en la misma piedra, agrandando las perdidas hasta cifras inconfesables. Me acostumbre a ser un perdedor. Aquel calificativo formaba parte de mi definición y no me importaba en absoluto. El tiempo pasaba para todos y al final nos encontraríamos con la sonrisa socarrona de Thanatos. Todo lo demás era pura distracción, juegos artificiales para colorear el presente a tu antojo. No tenía nada, de hecho menos que nada, solo un vacío en el estómago que mutaba balanceando según mi ánimo. Estaba quemado, todos lo sabían. Había decenas de jugadores mediocres que esperaban con paciencia que entrara en una partida para abalanzarse en busca del sobresueldo. A pesar de todo, no había nada más justo que el póquer. Cada uno de los jugadores tenía las mismas probabilidades de recibir buenas cartas. Empresarios, aristócratas, yonquis, prostitutas, científicos en paro, solo eran almas anónimas sin privilegios. Aquello me fascinaba hasta inmovilizarme en un punto muerto deliciosamente apático.
Una pareja de enamorados se besaban acurrucados bajo una palmera. En aquel momento vino a mi memoria Danae. Apareció de repente en la barra de cocteles, cerca de las mesas de blackjack. Poseía una de las rarezas más inusuales en las mujeres, la pertinaz creencia en la autodestrucción como solución. No dejaba de consumir alcohol de manera convulsiva. Una mezcla de tormentos, angustias o depresiones la esclavizaban mientras su preciosa juventud luchaba por no marchitarse. Lo realmente extraordinario era como mantenía aquella frescura física a pesar de su adicción. Un toque sutil de perfume, junto con la elegancia natural que solo las elegidas poseían, excitaba a la manada de lobos. Estaba tan obnubilada en su realidad mortecina, que no atendía a los permanentes intentos de conversación por parte de aquellos valientes incautos que se atrevía a cruzar su metro cuadrado de intimidad. Me enamoré de aquella mirada llena de añoranza por la grandilocuencia de los errores cometidos. Representaba todo un compendio teórico de la proyección erótica masculina: alta, melena dorada, piel tostada y tersa, cuerpo justo en la fina línea de la proporcionalidad y la exuberancia. Sus manos perfectas jugaban caprichosas con los vasos repletos de veneno. Observaba aquellos mejunjes policromáticos como parte de la receta del doctor muerte. No podía dejar de contemplarla obsesivamente. Absorbía mi atención y me impedía concentrarme en el juego. Cuando ella rondaba por el casino no podía dejar de escudriñar algún rincón para ver sin ser visto. Pasaba horas embobado construyendo conjeturas sobre ella. Sin una sonrisa, ni mueca de dolor, solo frialdad. Todos sabían donde conducía su camino y a nadie le importaba. Solo era el jarrón más exclusivo para atraer perdedores danzando estúpidamente junto a su órbita errante. Su debilidad por desenredarse de la telaraña, dejó al póquer en un segundo escalón de prioridades.
El Hotel Arts quedaba lejos, era el momento de volver. Solo tenía que llenar los depósitos de optimismo. Solo necesitaba una mano más, mi gran mano. Era cuestión de paciencia. El destino me debía unas cuantas y yo pensaba cobrarlas. Aún podía ganar. Mis siete rivales me estaban esperando con la seguridad de desplumarme. Pero la realidad es que tenía gran parte de su dinero y deseaba pelarles a lo largo de la sesión. Sería mi gran actuación, el combate soñado por todo jugador. Eran las diez, me encontraba totalmente lúcido.
Pasaron semanas y muy pronto no pude dejar de ir ni un solo día al casino a ver a Danae. Me sentaba en cualquier sitio y no despegaba mis ojos de ella. Hasta que por arte de magia su mirada se cruzó con la mía. Estaba despistado con un japonés en racha doblando al rojo en la ruleta. Justo al volverme ella me estaba mirando fijamente. A partir de ese día no dejamos de buscarnos en silencio. Sin mediar palabras, ni gestos, nos controlábamos sin disimulo. Sin variar de expresión, me encuadraba con sus ojos verdes y me seguía ladeando la cabeza con elegancia. Su descaro me conmovía, me sentía afortunado por primera vez en la vida.
El enorme pez metálico de Frank Gehry parecía flotar sobre el mar. Una riada de turistas buscaban una buena cena en el Puerto Olímpico, las limusinas no dejaban de traer clientes vips al hotel. Yo sería el protagonista de aquella velada, me recordarían como una leyenda. Nadie amaba más al póquer que yo. Había leído con avidez todos los libros de teórica, estrategia y biografías de los grandes jugadores. Repasadas todas las series mundiales de póquer desde los ochenta. Doyle Brunson, Phil Ivey, Phil Hellmuth, Johnny Chan, Daniel Negreau, pero sin duda mi ídolo era Stu Ungar. Superior en todas las facetas del juego de manera insultante. Lo que ganaba sobre el tapete, lo podía perder al momento para volver a ganarlo instantes después.
Me decidí a dar el primer paso. Sabía que todo pendía de un hilo, pero me arriesgue. La invité a cenar. Me miró fijamente y tras unos interminables segundos afirmó con la cabeza. El bufet del mismo casino nos serviría. Ella parecía incómoda. Traté de calmarla con mis intenciones. Tan solo quería conocerla, era verdad. Empezamos con un coctel americano helado, mezcla de Campari, soda y vermut rojo. Allí es cuando me dijo su nombre. Como un estúpido intentaba disfrazar mi penosa realidad. Tras un par de Between the Sheets bien cargados, dejé de disimular. La sinceridad es lo que me producía el ron blanco, brandy y triple seco. Al final, la conversación fue una extensa letanía de excusas sin fundamento para aniquilar cualquier responsabilidad por mi mala suerte. Ella me escuchaba impertérrita mientras deglutaba marisco como si no existiera un mañana. Era un monólogo edulcorado de mi paso por la vida. No quería atosigarla a preguntas, ni mucho menos descubrir las razones de su suicidio diario. Todo parecía una escena sin sentido, pero su presencia me calmaba. Danae tenía un fuerte efecto placebo sobre mi ansiedad. Con ella no había prisa por llegar a ningún sitio, ni alcanzar ningún sueño tan esquivo como irreal. Era la consagración del presente. Me clavaba en el “ahora”, sin importar la renqueante concatenación futura de caprichosos segundos. Tras el tercer Margarita Corona, mi lengua solo trasmitía ilusorias conexiones cerebrales sin previo filtro represor. Culminé mi penosa interpretación afirmando con rotundidad que la amaba. Al instante me arrepentí, no quería decirlo. Me traicioné rompiendo la magia que ella supo ver en mí. Decepcioné su sana intención de compartir espacio y tiempo. Primero apartó la copa de sus labios violáceos, después una pequeña lágrima despegó de su ojo izquierdo, finalmente parpadeo cuatro veces. Se levantó y se marchó. No intenté seguirla. Aquella noche no pegué ojo maldiciéndome por mi insistencia en la estupidez.
Un grupo de jóvenes paseaban por la fina arena. Buscaron un rincón resguardado, extendieron las toallas y sacaron varias botellas. Reían mientras llenaban los vasos de plástico. Yo no tenía a nadie, tampoco tuve necesidad. Pero Danae era diferente. Lentamente su presencia se hizo indispensable para que algo de motivación entrara dentro de mí. El día siguiente a la desafortunada cita, esperaba como premio su desprecio más despechado. Pero se sentó a mi lado en silencio, sin mirarme. Con su copa medio llena, su mirada no dejaba de posarse en cualquier detalle sin importancia. Me sentí feliz por aquel vínculo. Especial, extraño pero único. Volví a las mesas con tesón y regularidad. Primero a niveles de cash insignificantes. Mi bank se recuperó lenta pero con una progresión sorprendente. Ella me seguía a todas las partidas. Pasó tiempo pero conseguí entrar en partidas sin límite con ciegas elevadas. No había ninguna duda de la relación cuantificable entre su presencia y unos resultados positivos. Por primera vez me sentía limpio. Respiraba profundamente sin notar el monóxido de carbono, ni el anhídrido sulfuroso, tampoco el bióxido de carbono.
Entré con paso firme en el hall del casino. La atmósfera cargada de vicios inconfesables me secuestró una vez más. Aquel bestiario devorador de esperanzas me estaba esperando impaciente. Me senté en la butaca. Los montones de fichas se mantenían erectas, amenazantes. Danae no perdía detalle. La necesitaba más que nunca. Las inseguridades se desvanecían, ya no existía el miedo a ser juzgado. Mis siete rivales tenían tanto miedo a perder como yo. Tres de ellos no pasaban de los veintidós años. Jugadores online acostumbrados a multitablear, excesivamente agresivos. Completaban el análisis un par de veteranos curtidos en mil batallas, excesivamente conservadores. Losers con úlceras en el estómago y oro colgando por todo el cuerpo. Finalmente quedaban dos orientales absolutamente imprevisibles. Empecé foldeando todas las cartas que recibía, gane unos cuantos botes apretando en el flop. Simplemente recuperaba lo perdido en las ciegas. Me mantenía en break even. Danae no dejaba de moverse por todos los ángulos de la sala. Hasta que decidió estarse tranquila a mi izquierda. Se sentó cruzando las piernas con elegancia. Si cerraba los ojos y me concentraba podía percibir su perfume de agua de magnolia.
Un as de picas junto una jota de trébol. Eran un buen inicio. Trataría de entrar en la mano tranquilamente, solo necesitaba que los maníacos estuvieran tranquilos para montar una trampa para osos. El botton estaba a mi derecha, puse la ciega pequeña y empezó la rueda de apuestas. Tres igualaron la ciega grande yo era el cuarto en hacerlo. Solo tres jugadores abandonaron. Los dos orientales y un niñato con gorra de beisbol. El croupier impasible sacó del mazo tres cartas que tumbó con elegancia sobre el tapete. El dos de corazones, cinco de corazones y la jota de diamantes. Había ligado una pareja de jotas en el flop. Me tranquilicé contemplando a Danae. Me perdí en su belleza para disimular ante mis rivales. Quería que me vieran distraído, ausente. De repente entró sin llamar la presión. Mi maldita voz interior desmontó todas las frágiles mentiras que sostenía mi cara de póquer. Necesitaba aquella pasta para dejar todo atrás. Sacar a Danae del quinto círculo del infierno. Parecía todo tan cerca, tan seguro. Miraba aquellos cincuenta mil euros en fichas como la llave al paraíso.
Extrañamente el veterano empezó a resubir mi subida inicial. Todos se apuntaron a la fiesta excepto otro de los niñatos que abandonó tirando las cartas. Su enfado era mayúsculo, seguramente iba de farol y al ver los tiburones oliendo sangre decidió salir del agua. Igualamos los cuatro que quedábamos. Mala señal, aquello significaba proyectos. Quizás escaleras y con toda seguridad color. Era hora del turn. El crupier sacó una sola carta del mazo y la puso al lado de las otras tres perfectamente alienadas en el centro de la mesa. El as de diamantes. De los cincuenta mil euros, treinta ya estaban apostados. Ya no había marcha atrás. Aquello acabaría con un all in. Así fue. El adolescente con pecas puso el resto de sus fichas en el centro y todos le seguimos. Era el final o el principio para mí. Todos enseñamos nuestras cartas. Se produjo un silencio sepulcral. Un mundo extraño, a punto de estallar, planeaba tragarme. Mis adversarios mostraron una reina y un diez de diamantes, un cinco de picas emparejado con un tres de diamantes, para finalizar con un siete y ocho de corazones. Mi cerebro giroscópico adquirió velocidad de crucero para calcular las odds pertinentes. El informe final era inapelable. Tenía un cincuenta por ciento exacto de probabilidades a mi favor. Tablas bajo el reino de los cielos.
El crupier comprendió la trascendencia de aquel momento. Doscientos mil euros encima de aquella mesa de madera. Con la parsimonia que la vocación de croupier le impregnaba, extrajo el river del mazo. La última carta. Dejé de mirarle para centrarme en el rostro de Danae. Quería saber el veredicto a través de sus cuarenta músculos faciales. Como en aquella cita, primero apartó la copa de sus labios, una lágrima salada brotó de su ojo izquierdo y parpadeó cuatro veces. No supe que significaba, ni interpreté si la fortuna había sido esquiva o no. Solo pude afirmar que aquella sería mi última mano de póquer.
Autor:
Jordi Manau Trullàs
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