Señor pasando a mi lado ahora mismo de buena mañana y acercándose mucho a mí de pronto:
¡Madre mía! (con gesto lascivo, y encima bastante alto, atrayendo las miradas de otra gente de la terraza del bar del bar cercano).
Me he girado y le he dicho bordemente: ¿»Madre mía», qué?
Y entonces ha enloquecido. Se ha enfurecido y ha empezado a decir muy alto «ESTOY HASTA LOS HUEVOS».
He seguido caminando y lo he dejado ahí, quejándose por su hartura, porque «ya no se puede decir nada» y repitiendo una y otra vez «ESTOY HASTA LOS HUEVOS, ESTOY HASTA LOS HUEVOS».
Me gustaría decirle cuán hasta los huevos estoy yo.
Contarle que las primeras veces que alguien me tocó el culo no fue consensuado, no fueron primeros novios candorosos en una tarde en el parque, sino señores como él, que pasaban a mi lado por la calle, les apetecía y ahí que iban con sus manos.
Que la primera vez que alguien me metió la mano por debajo de la falda no fue porque yo quisiera, sino porque estaba viendo el cartel de un concierto (al que aún no podía ir) y un pavo que pasaba por allí pensó que estaba bien meter la mano fugazmente bajo mi falda y entre mis piernas y hacer una tocada chocho-culo exprés, para inmediatamente después salir corriendo.
Yo tenía doce años, y me quedé angustiada durante un tiempo, pensando que ya no habría una bella primera vez en la que alguien hiciese eso porque yo quería.
Me gustaría decirle lo hasta los huevos que estoy de volver a mi casa de noche con expresión enfadada, protegiéndome con un fingido cabreo, como cuando los perros erizan el lomo para parecer más grandes.
Y que ni siquiera en mi edificio me siento del todo relajada, porque tengo un vecino absurdo que me observa desde lejos, me dice «hola, guapa» con tono cerdo en el portal e intenta invitarme a vinos cada vez que me ve en el bar de la esquina.
Y muchas veces tengo que mostrarme así, cabreada, para protegerme, cuando en realidad lo que me gustaría quizás es poder ir cantando y sonriendo por la calle.
¿Hasta los huevos? Anda, tira.
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