La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida
No recuerdo con exactitud el día que me crucé por primera vez con la tristeza de Elvira Sastre. Sé que, sin embargo, no fue hace mucho y que el tiempo ha ido cavando sus propios surcos en su paso por este lugar que quién sabe si es mi casa, si son mis ideas, o si es simplemente otra tristeza más. Hoy tengo en las manos La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, y digo en las manos porque es el instrumento palpable que lo sostiene. (Mis manos, qué lugar más triste para encontrarse.) Se ha venido a casa cómo si fuese un amigo de toda la vida, como si, así tal y como lo escribo, estuviese vivo y respirase. Hoy respiro yo con él, llevamos toda la mañana mirándonos a los ojos, echándonos la culpa el uno al otro, pensando en el mar y en que se encuentra más lejos de lo que parece, en las huidas dentro de cuatro paredes muy blancas, en palabras que se repiten como un olvido sucio. Fueron mis pasos los que me arrastraron a traerlo cerca de este estante, mis dedos los que han pasado sus páginas con su torpeza moribunda, mis ojos los que han visto porque han deseado mirar.
No sé me ocurre una manera más bonita y más cierta de aludir a sus poemas como «bombillas rotas que, sin embargo, aún siguen encendidas en la oscuridad.» como Benjamín Prado ya dijo una primera vez y como Fernando Valverde nos recordó en el prólogo de Ya nadie baila. He encontrado como otras muchas veces la fuerza de quien escribe siempre de cara a sí mismo, piel adentro. Porque, al final, ¿quién quiere un poema sin la piel del poema?
La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, es un libro que despega con mucha rabia y con aún más fuerza, porque Elvira se siente Libre en el silencio.
LA CASA DE OTRO
Elvira Sastre
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