El Ascenso de Vennákraveth – Parte I

Preludio. Una Familia de Hilx Holk

Eran cinco. Cabalgaban desesperadamente tres caballos. El abuelo llevaba a la pequeña, la madre al pequeño, y el padre iba encabezando la tropa. Difícil situación en la que se encontraban, tal predicamento podía ser descrito dentro de las juntas de concilio que a pocas veces se celebraran últimamente, para buscar un juicio respecto a los no oficiados. Para los más puritanos, quienes eran separados específicamente en diferentes grupos, los no oficiados no debían gozar del nuevo régimen, de la nueva corte. Ellos eran no oficiados.

Mientras cabalgaban a galope para llegar al temible pueblo abandonado de Méstifi, a las orillas del inicio de las montañas de Valle Oscuro, Kúnid de Idve, el padre, quien tenía un linaje justo pero apenas apreciable, nada poderoso, pensaba sólo en una cosa: llegar al frío Reducto Dívekran. Ahí, podrían estar totalmente a salvo.

Cuando llegaron a Méstifi, respiraron hondo. Temibles colores verdes sobre los pantanos brillaban, y los páramos de silencio perpetuo eran llenos. Los más pequeños, un niño y una niña, de cinco y ocho años respectivamente, voltearon en dirección al sur, a casa. Hilx Holk había sido totalmente destruido por las guerras científicas. Y el acecho del Alto Oscuro, uno de tantos nombres con el que se conocían al mayor causante de dicha desgracia, moraba sobre los páramos dominantes del verdor del Bosque Del Mundo. Debían, después de encontrarse con la contacto Lieva, recorrer todo Foresfo Norte, hacia el polo.

Llegaron a una cabaña a las orillas de un bosque. “Pasen” dijo la anciana. Ya los esperaba. De todas las casas de Méstifi, la suya era la única que tenía a un alma dentro. Lo demás era herrumbre y dolor. El suelo todavía se dolía con cenizas que subían en enormes columnas. Por detrás de las montañas bajaba lentamente una neblina de un color azul, de un color rojo, de un color verde, para posarse sobre los valles. El eco de mil almas y de ninguna. Algo horrible que acaeció, opacaba y humillaba los sucesos del ya lejos de ahí, Hilx Holk. “No están seguros. Ni aquí, ni en ningún lugar”. Encendió más luces cristal.

“Nos dijeron que podías darnos una salida… ¿Lieva es tu nombre?” dijo el abuelo, un señor de cara aplanada, de canas y barbas largas hasta el ombligo. Salvo por él, toda la familia tenía los cabellos oscuros, la tez morena, y los ojos verdes que recordaban las hebras que crecían en lo profundo de algunas lagunas.

“Puedo ayudarles a llegar a MundoMuerto. Nada más… Además, hace tiempo que yo ya no había visto a una familia entera de ustedes. ¿Cómo han logrado atravesar todo Bosque?”.

“Necesitamos su ayuda. Por favor” dijo la madre, tosiendo.

La anciana les preparó una bebida caliente a base de alcohol. Ella, como todo contacto, tenía la capacidad de ver a través de la distancia. Sabía de alguien que podía ayudarles, pero nada podía hacer, si el receptor de la comunicación del otro lado no contestaba. Había tenido problemas al comunicarse con la Dama Caminante. Ella culpaba a la sustancia azul que llevaba siempre consigo cuando por primera vez se conociera. Cuando pusiera a salvo a aquel padre que desesperado llevaba a su hijo entre sus brazos. Un príncipe. El tiempo había pasado.

“Ya no puedo comunicarme.

¿Qué les hace pensar que podrán ponerse a salvo? Todo Foresfo Norte está vigilado… Y aunque la guardia real jamás parece pisar estos lugares, no durarían dos días dentro de Valle Oscuro. Este es el poblado más seguro para pisar aquí, y es horrible. Si he sobrevivido yo, ha sido porque aún conservo legado. ¡Usted no tienen el carácter!” se dirigió al padre.

“Hemos llegado hasta aquí. Casi caímos en el acecho de una sombra innombrable, y por fortuna hemos cruzado los pantanos… Esto debe significar algo” dijo la mujer. Debajo de la capa gris, se escondía una particularmente intensa mirada encerrada.

“Significa que han tenido suerte. Aunque creo que ustedes los verdes no saben lo que eso significa. Han sido sacados de su comodidad, los castillos ya no existen”.

“Entonces no tiene nada que perder. Pero debe hacer algo por nosotros”.

La anciana, renuente, dijo unas palabras que, en el lenguaje de ellos, parecían rezar “La Puerta Y Llave. La Llave Y Puerta. Muerte Y Vida. Vida Y Muerte”. Después su mensaje dejó de ser claro. Se sentó en la única mesa que había. Los cinco la rodearon. Se tomaron de la mano.

“Querida… Tengo a una familia, también de Hilx Holk… Como la última vez…” dijo la anciana.

Estuvo momentos enteros susurrando algo. Conservaba los ojos cerrados, y dentro de los párpados los movía de un lado para otro, furiosamente. Luego los abrió.

“Se reunirán con un hombre en el límite de Ven. Les dibujaré un mapa. Deberán, durante el trayecto, ocultarse… Sé que ustedes, incluso aunque el linaje es débil en su sangre, pueden ocultarse… Los soldados los podrán ver como sombras, aprovechen en la noche para que no exista una duda de que las sombras que ellos verán es sólo sus nervios: quizá están enterados que los verdes tienen esa capacidad, y será peligroso hacerlo durante el día.

El hombre es medianamente alto, poco más de diez palmas de mano de alto… Su porte es inconfundiblemente dorado, rubio como el trigo es su cabeza. No lleva barba, y monta un caballo peculiarmente negro. Los esperará debajo de un árbol de ángel: verde con hojas de Fí doradas. Los llevará a la gran migración hacia Krívik. Cerca, sobornará a sus amigos. Los llevarán por todo Camino Acordado. Harán lo que les pidan que hagan. Lo más seguro es que los lleven como si fuesen prisioneros, a Control Noroeste. Los llevará a Úmin, un hermoso pueblo pequeño de casas hechas de madera azul y blanca… Y pronto de esto, conocerán a su protectora”.

Así fue. Por días y días, tuvieron que esconder su rostro, y olvidar sus caballos cuando el soldado de cabellos de trigo les dijo que lo hicieran. Los nombres de los caballos nunca se olvidaron, pero su calor sí. Olvidaron poco a poco como había sido el Bosque del Mundo. Llegaron a las inmediaciones de Krívik, a un pueblo adosado llamado Sierva, donde el soldado habló con compañeros de él, mientras se escondían en cuevas parte de las laderas de la Columna Áprule. Luego fueron llevados a Úmin, las casas de aquellas maderas que jamás habían conocido. ¿Era estos materiales naturales, una ciencia maléfica, como la de la sombra del Alto Oscuro? Al día siguiente de su arribo a Úmin, y donde pasarían una noche en una abadía de colores blancos y grises por dentro, fueron llevados a la mansión de su protectora. Una mujer hermosa les recibió. Su piel era lozana, aunque veían en ella una cosa que no podían asir. Los invitó a su casa. Luego en la noche, les dijo que podían quedarse en una mansión secreta que yacía debajo de la suya. A pesar de que les invitó a pasar con ella el tiempo que desearan, ellos tenían en mente una sola cosa. Los llevó al norte. La custodia de la guardia real al paso del Reducto Dívekran, la inconquistable costa, era temible. Tuvieron que valerse de lo que la protectora, la Dama Caminante, llamaba “habilidades extraordinarias”: se vistieron del blanco de la nieve, y viajaron en la noche, sobre colinas, dentro de los árboles pelones, y luego más allá donde por un día hay cuevas y cuevas. Los puentes eternos que bajan miles y miles de pies hacia las rocas de un mar por nadie visto, eran los puentes hacia el Dívekran. Ella los despidió. Jamás volvió a saber de ellos.

Las últimas palabras fueron las siguientes:

“Te estamos eternamente agradecidos. De parte del Sur Real. De parte de Castillo Verde. De parte de La Alianza. Pronto llegará el último tiempo. Estaremos listos, pero mientras deberemos escondernos en los puertos, en los mundos ocultos, o en las islas secretas. De todo esto hay en Dívekran.

Gracias para siempre.”

 

 

 


«Límina de Úvelot»

 

Capítulo I. La Dama Caminante

Pasaron años. Dentro de una de las hermosas salas azules de la mansión de Erúlida, una muchachita de diecisiete años, de tez blanca y cabello delgado y negro, era examinada por su protectora. Sus ojos eran cielos rasos que miraban dentro de una seguridad de no saber mucho.

“Te ves hermosa” dijo Erúlida, paseando su mirada sobre la silueta de la pequeña.

“Es pertinente que me digas la verdad.

No podemos arriesgarnos. Te lo he dicho”.

La muchachita la miraba con miedo. Aquí en el norte, las personas tenían un carácter más sólido.

“El cargamento ha llegado mi señora” avisó un guardia desde una de las entradas.

“Está bien… Me queda bien” dijo la muchacha, refiriéndose al vestido que había sido regalo de Erúlida. Era un hermoso vestido de dos cortes, de color amarillo y naranja en las uniones. Sobre su cuello pendía un amuleto ámbar del tamaño de un pulgar, en forma de rombo; las cuentas de la cadena eran luces verdes y amarillas dentro de jaulitas plateadas.

“¡Pero por supuesto que te queda bien, mi niña hermosa! Pero en particular debes hablar más fuerte, ser asertiva con lo que dices, y jamás tener miedo de la opinión ajena. Ya te lo había dicho ayer.

¿Me has escuchado?”.

“Sí, mi señora”.

“Más fuerte que tienes voz de un ratón”.

“¡Sí mi señora!” respondió.

“Bien”. Erúlida, una alta mujer de cabellos cafés oscuros, de generosas terminaciones de herencia oleosa, se paró de su asiento, fue a la licorera, de donde sacó una pequeña loción verde limón. Se puso dos gotas sobre su cuello, y dejó el frasquito sobre la mesa. Luego se sirvió un vaso de agua. Miraba el vaso atentamente hasta su rebose. Su figura delineaba perfecto la espalda. Sus ojos color avellana, indulgentes pero severos, además amables, eran observados por la muchachita. La combinación era lo que producía un desbalance apenas perceptible en las conversaciones generales, pero más que evidente al dejarla sola dentro de un rincón en el que la luz pegaría indirectamente. Ahí estaba ella, ahí estaban esos ojos. En los párpados sublimaba una cualidad que destacaba esa amabilidad angustiante. Quizá era nada. Quizá era todo. El peso de una responsabilidad enorme, en pocos hombros.

Miró detenidamente la sala azul. Miró a la muchachita, y luego se paseó por la orilla del recinto. Su vestido color rojo arrastraba sobre la alfombra azul profundo.

Dos personas más observaban la escena detrás de pesadas cortinas púrpuras, las que separaban salas. Una de ellas era un hombre muy guapo, de cabello negro, de tez blanca aunque menos pálida que nuestra muchacha: llevaba un vestido de mujer, de color azul aguamarina, con modificaciones tales que escandalizaron a la muchachita cuando éste salió de la oscuridad. La otra persona era un hombre de diez años más que Erúlida, es decir cincuenta y cinco. Dada la naturaleza esporádica y volátil de la primera persona, no daremos más detalles; bastará decir que iba descalzo, que pulseras en pies y manos sonaban a su andar, que llevaba una copa de vino, y que se paseaba sonriente por las orillas de la sala, con la absoluta aprobación de Erúlida: podría ser su hermano loco. Cuando hubo pasado el umbral de las cortinas, hacia la siguiente habitación, todos lo miraron desaparecer. No volveremos a hablar de él, sino hasta dentro de un año en una importante reunión.

La segunda persona, el hombre que no vestía ropas de mujer, se llamaba Zegués De Jev. Un hombre gordo y corpulento, aunque de estatura mediana, de bigote y barba apenas profusos, de mirada seria pero amable. Llevaba más bien ropas muy calurosas, oscuras en café, negro y rojo, aunque por los calzones y botas azules, y a juzgar por el azul de la camisa que se escondía dentro, parecía ser que estaba listo para dos ocasiones distintas.

La muchachita quiso saber quién había sido aquel personaje que acabábamos de ver, pero no obtuvo nada.

“Es muy peculiar su amigo… Nos ha gustado su pequeñito animal, pero a él mucho más” dijo Zegués aún sentado en la oscuridad de las cortinas.

“Déjame presentarte a un compañero, muchachita querida. Es amigo mío. Recuerda los modales.”

De Jev escuchó decir “Límina de Úvelot, del clan 3º de Áradel”. Salió de su escondite, y le sonrió a la muchachita.

La tarde pasó con silenciosa velocidad. En la tarde comenzaron a cantar los pajaritos que se apeaban por montones, a visitar las ventanas de la mansión. A De Jev se le veía cómodo, aunque por la forma en cómo miraba como esperando algo, se podía pensar que muchas cosas pasaban por su mente.

Erúlida era una muy buena amiga de De Jev. Abogada de las buenas causas, Erúlida había tomado en custodia a la muchachita, le había contado temprano esa mañana. Erúlida le había dicho que la muchachita había sido enviada con ella a aprender cosas y ocupar su mente.

Se sentaron todos.

Llevaron unos exquisitos panes rellenos de todo tipo de cremas, quesos y carnes. También llevaron vino. En todos los pueblos y la incivilización era bueno tener una laxitud de los deseos y esfínteres sociales, pero por alguna razón aún desconocida y mucho menos indagada, el recato y acomodo y las apariencias estaban a bien de llevarse a cabo dentro de los recintos sociales más altos. Aún con todo sin la diversión no se podía tener vida, así que Erúlida había incitado a su muchachita a beber. Y después en la noche le habría de presentar a los soldados de la subguardia en una fiesta que ella misma ofrecería.

“Debo decir que no sé qué animal sureño les ha picado en Greverreth” dijo finalmente De Jev. “Están todos locos, yendo para todas partes. Nunca, particularmente, me había encantado la atmósfera, sobretodo en el Palacio de Justicia. Pero, mi querida dama caminante, lo había podido tolerar hasta hace poco”.

“No me llames así, ¿lo olvidas?” apremió.

“Lo siento”.

“¿A qué te refieres querido? ¿Hablas de la cantidad de gente que últimamente parece haber? No es como que los dejaron entrar por la puerta grande”.

“¡¿Qué?! No, por supuesto que no hablo de eso. Hablo de que han andado muchos dimes y diretes colgando por aquí y por allá, como si fuera a venirse una gran reforma… No es que no estemos en tiempos de las mismas, y tampoco que el sistema se esté constantemente reformando. Es sólo que…”

“¿Es sólo que qué, Zegués?” dijo mirándolo penetrantemente.

“¿Tu me entiendes, no? Te he dicho lo que he escuchado…”

“Tu vieja práctica” dijo Erúlida, dirigiéndose a Límina, divertidamente.

“Pero es verdad.

¿Por qué estas banderas? Ahora que las veas, que le eches un ojo al cargamento que ha llegado, sabrás de lo que hablo. No son sólo regalos como se suele pensar.

Pero además, sé que se ha dejado una petición en la mesa de concilios, para que “Mi Señor” tome el control de la zona de Tot…”

“Ya ha estado ahí…”

“Me refiero a toda la zona. Control Oeste”.

“Eso es imposible. Por lo que sé de esos asuntos, no se puede tener a dos comandantes en un mismo control”.

“Precisamente”.

“¿Y además cómo sabes de esa petición? ¿Quién te lo dijo?”.

“Digamos que el amigo de un amigo de un amigo”.

“¡Ah!

¡No lo sé!

Entiendo lo que dices. Esa presencia horrible en el Palacio de Justicia me marea cada vez que tengo que ir. Gracias al Ángel, he tenido poca de esa necesidad. No soy de pensar mucho en la gente pobre de esas aldeas, pero ellos lo sienten, ellos saben cosas. Deberían quitarlo de ahí para siempre”.

“No digas cosas contra el mal”.

“¿No podría simplemente el Rey…”

“Oh, pero si el Rey es un tonto… El verdadero poder está en el Consejo Real.

Y la Junta Roja”.

“¡Por favor Zegués! ¡La Junta Roja es un mito! ¡Y el Rey Nachlässig no es títere alguno!” dijo, sin perder su bocado.

“Pero creo querida, que nos tendremos que acostumbrar a ver más seguido a aquella cosa que entre los comandantes llaman El Guarda Oscuro”.

 

Al caer la noche, Límina de Úvelot hablaba animadamente con tres jóvenes soldados, mientras mantenía las manos cerradas. Zegués se tomó su última copa antes de partir a su habitación, pues temprano tenía que terminar de llegar a donde su prima. Erúlida fue a sus prados, y encontró la carroza del cargamento real que mencionó el guardia cuando interrumpiera la disquisición del vestido amarillo en Límina. Entre decoraciones para las habitaciones del recinto principal, había una decena de largas banderas. Desenrolló primero las de color negro. Luego hizo lo mismo con las de color rojo: dentro de sí, había impreso un símbolo negro, una especie de círculo de coronas que se irradiaban hacia afuera. Jamás había visto algo así. Abrió bien los ojos, y se alejó de ahí, respirando hondo y con las manos en el pecho. No sabía si alguno del cuerpo de guardias había visto ya el cargamento.

Le recordaba esto un peligro. Cada tanto que veía a los regidores, a los señores, a los barones, etcétera, cuando se celebraran juntas dentro de su casa, recordaba que lo su labor era una actividad que debía mantenerse en secreto. Por herencia de su padre, tenía que mantener las relaciones con dichas personas, pero si por ella fuera se dedicara completamente a lo que bien sabía hacer. La Real Corona, especulaba, no vería a mal su actividad, en otro tiempo. Porque si la dejaran ejercer dicha actividad, estaría de hecho haciendo de administradora de las juramentaciones. Sin embargo, si su red de ayuda se destapara ahora mismo, podría pasar a ser una rebelde que, por la presión de los puristas del Legado y Guardia Real, debía morir. Particularmente con Límina, la niña había llegado a su casa hace apenas una semana; había dicho que sus tíos, sus guardianes, habían muerto durante una trifulca en un poblado del Foresfo Este; Erúlida la había arropado inmediatamente, porque si bien no abundaban por esas tierras, los espías y ayudantes de los asesinos puristas tenían un olfato especial por los niños y jóvenes morochos que, por su ropa o por cualquier otro efecto, pudieran pasar por no juramentados. Límina había llegado con ella, y buscar, incluso con toda la ayuda de la que disponía, llevarla a Tierras Doradas de Greverreth, al Palacio de Justicia, luego solicitar juramentación para finalmente esperar resolución oficial, era un camino mortal.

Erúlida podía intuir más allá de su tiempo presente, y aunque había muchas veces tratado de indagar, jamás había podido poner el dedo en el asunto. ¿Quiénes eran sus amigos, y quienes decían serlo? ¿Quiénes la señalarían a la primera de cambios, quiénes la condenarían a la espada, al hacha, al fuego, por ayudar a las personas perseguidas a escapar, a conseguir papeles necesarios para ser aceptados en el nuevo régimen? Recordaba sobre la primera vez que había ayudado de tal manera, y cómo se había sentido: era una sensación por la que valía la pena vivir, o morir.

Pero en su tarea no estaba desamparada, mucho menos sola. Tenía contactos que eran más confiables que las amistades, porque ellos deseaban cosas que ella podía otorgarles, ya fuera devolverles el favor con otro favor de las índoles que ella sabía hacer. Sabía generar redes de personas que se protegían entre sí, aunque para estas personas dicha protección fuera a consecución de intereses personales, ella se sentía satisfecha de ver ahí una ayuda comunitaria. Además de esto, tenía cartas bajo la manga, sabía de diatribas y escándalos; varios de ellos a veces ella misma los había planeado en forma de trampa, para meter en el saco a la persona que necesitaba para hacerle el favor a otra persona, por si era necesario, por si un generoso soborno no era suficiente. Se había dedicado también a cultivarse, porque desde chica su madre le había dicho que el poder del conocimiento era también una ventaja para ejercer la red de ayuda.

En la mañana, una curiosa Límina, despierta por la emoción del viaje, notó que Zegués De Jev se apresuraba a partir a donde tuviera que ir. Llevaba en su ropa colores cafés y rojos. Límina sonrió.

Después, Límina se encontraba sentada a una mesita, frente a su protectora Erúlida.

“¿Ha llegado a Zur?” preguntó Erúlida a uno de sus muchachos criados, mientras revisaba unos papeles. Quería saber si la señora Grémora, una aprendiz de constructor y sabia de la historia del Culto Blanco del Ángel, había arribado a Zur a esa hora temprana del día, pues sabía con seguridad que se encontraba rutinaria y sosegadamente dando una vuelta por una de las lagunas circundantes. Ella sería la primera parada de Límina. Sabía que respecto a los modales se podía hacer mucho, pero debía en estos momentos tan difíciles de ella, darle herramientas para entretener su mente, las cuestiones elementales de la naturaleza de las sociedades, y quizá los guiños de los Cultos. Erúlida estaba segura que la muchachita podría lograr subir peldaños en las salas reales, y regodearse con tal gente, y formar una vida rica y productiva. Cambio de nombre después de su parada con Grémora, y luego su vida cambiaría con la instrucción de una persona que le ayudara a moverse en el ámbito social.

“Está ahí, mi señora. A esta hora debe haber llegado de ducharse en la laguna occidental de Án”.

“Y es muy puntual en sus costumbres.

Podríamos ir preparando el carro, querido”.

El criado respondió con un “¡Sí mi señora!”. Fue a preparar.

Los rostros de los criados, de los que eran sus guardias, de los soldados invitados, parecían apreciarla. La mayoría lo hacía.

¿Quiénes eran amigos, y quiénes decían serlo?

Luego de un breve té con tiernas bolitas de pan sobre mantequilla caliente, una forma de comer aperitivo llamada Dínivit, se dejaron escuchar las pesadas ruedas del carro, y el relinchar de corpulentos caballos, apearse afuera.

“Vamos hermosa”.

Subieron, dejando que los criados subieran sus pertenencias detrás del carro. Y partieron.

Al principio dejaron que el viento que entraba levemente por la ventanilla acariciara la vista del amanecer dorado que dulcemente bañaba los verdores. Luego entró el regocijo del silencio mecido por los sonidos propios del trotar del carro. Límina llevaba un tocado sobre su cara, que cerraba perfectamente en una daga dorada por detrás del chongo que formaba su cabello. Iba jugando con un prendedor que le había regalado Erúlida. Sabía que tenía prohibido exhibirlo, que aunque era un prendedor (por tanto debía estar colgado a la vista de todos), había sido un regalo para meterlo en una caja de tesoros, y nunca sacarlo, acudir a él en tiempos tumultuosos. Erúlida la miraba con curiosidad puesta levemente arriba de los pómulos, pero sin dejar de voltear hacia afuera. Regresando sus ojos al verdor de las praderas que se acercaban, suspiró y le habló como quién habla del día.

“Estarás bien.

He puesto escoltas. Ya saben de tu arribo. La noticia se perderá en el paso de tres semanas. Estos menesteres deberían ser más sucintos, pero soy una simple mujer.

Aprovechando todas las confusiones, es bueno contar con manos en los transcriptores de los pergaminos de las salas reales, y de los recintos que se usan para…

¡Ah querida, disculpa mi aburrida verborrea… Suelo ser distraída por la belleza de la naturaleza y la frescura de la mañana en el campo.”

“Está bien, mi señora”.

“Y puedes quitarte esa diadema si deseas. La verdad es que te queda exquisitamente pero, si me lo permites, debo decir que arruinaría tu inocencia en un dos por tres. Podrías usarla en una fiesta ofrecida, por ejemplo”.

“Si, lo siento”. Y se la quitó. Luego agregó “No debí sacar este efecto”.

“Oh, no te preocupes. Aquí puedes.

Pero al llegar a Zur, tan pronto sea así, deberás guardarlo dentro del cofre que te he dado. Y jamás lo mostrarás a nadie, hasta que nos volvamos a ver”.

“Si

Podría preguntar, ¿qué es?”

“Es una representación del Ángel.

Si bien vamos a tierras más angelicanas, debo decir que la ortodoxia se ha desvanecido. Debes tener cuidado en no mostrar mucho más de lo necesario. Sigue la corriente, pero no tomes a pecho ninguna de las sugerencias. Aprende y calla.

¿Viste lo nervioso que iba ese pobre hombre en la mañana? Debo decirte que es un gran amigo…”

El carro pasó estrepitosamente sobre terreno disparejo.

“¡Más lento por favor!… ¡Ángel!

Te decía… Va a visitar a su prima. Llevaba camisa de ese azul deslavado debajo de esa horrible ropa café, parecía un parapeto. Ha querido mimetizarse, así es la vida. ¡Es su pobre herencia! ¡No debería decirte esto, pero su línea sanguínea paterna es casi paralela a la línea real de Taiex!…

Y sufre, ¡porque cree que si lo ven de los colores de obnus nabdir, luz de luna, esos preciosos azules, en terreno de rojos, lo cazaran!

Te lo he dicho, la ortodoxia… Las personas temen ejercer sus creencias fuera de lo que las iglesias les dicen, apropiarse de las mismas, hacerlas personales… ¿Opinas algo de esto?”.

Límina sólo dijo un suave “No”.

Erúlida la miró un poco con reproche. Erúlida pensaba que quizá había hablado demasiado rápido, porque aunque las reformas para aceptar a la nueva generación de los terrenos del antiguo régimen iban abriendo paso a un nuevo mundo, aún existían los puristas, y quién sabe qué cosa más.

“Él no tiene ya un oficio real. Era restaurador de monumentos, cuando fue necesario restaurar. Ahora se dedica a hablar de las formas de los edificios, de los interiores de los mismos… Es tan aburrido, pero a los aristócratas les parece divertido. Sólo por ello se ha salvado… Él necesito mi ayuda también, querida Límina”.

Luego regresó cada una a sus pensamientos, y a la bucólica visión del paseo.

Llegaron a Zur.

Erúlida ya estaba despierta de la siesta en el carro. Eran pasados los Nueve Ángulos de Tiempo. Viendo a la muchachita que tenía frente a sí, tuvo ese corto momento en que dudaba de su decisión de ayudar. Le había pasado antes que había tenido que ayudar a un señor influyente, para refugiar a su hijo pequeño en un reducto en los Kayos. Había visto una inusitada arrogancia en el pequeño, y al saber lo que había hecho, estuvo por rechazar la idea. Luego recordó que el maestro que había sido asesinado por el niño, alguna vez había sido acusado de abusar de otros pequeños, en el resguardo de los templos de Zupriori: al gozar de poder e influencia, no se lo había encontrado culpable.

 

 

Autor:
Yered Alemán Hernández

Nombre de la obra. Viajero.

Nombre del libro.

Viajero 1: Las Discordias de Foresfo.

El Ascenso de Vennákraveth

 

 

 

 

Ilustraciones:
** Abandoned shackJennifer Melzer
** Princess Lauralye por Selenada
Abandoned shackEricanorthHilx HolkJennifer MelzerLa Dama CaminantePrincess LauralyeSelenadaThe Dragon QueenViajeroYered Alemán Hernández