La perra nos ha dejado en paz, nunca pensé que me alegrara tanto de su muerte, pero al fin murió.
Llevaré tacones, perfume y vestido negro. Siempre me encantó vestir, oler y sentirme como una puta, y no veo mejor momento para hacerlo. No sé si estarán sus familiares, pero pienso recordar durante la misa las veces que por debajo de la mesa y sin previo aviso me hacía disfrutar. Lo más curioso es que mi cabeza no la echará de menos, pero mi vagina sí. Nadie como ella pudo hacerme sudar sin ni siquiera tocarme. Ella y sólo ella me convirtió en la zorra que soy hoy.
Era evidente, en el entierro todos me miraban. Los muy miserables creían que ella y yo éramos sólo amigas, pobres ignorantes. Veo a su marido, sentado en primera fila, con un rostro pálido, abatido y desolado. Me acerco a él, le pregunto si puedo sentarme y éste accede de inmediato.
Durante la eucaristía pensaba en todas esas noches que él viajaba por negocios y yo acariciaba el cuerpo desnudo sobre las sábanas de 3.000 euros de su mujer, es más, creo recordar que éstas olían más a nuestro flujo que a ellos dos juntos. Debo confesar que no me dio ninguna pena. Me excitaba aquella situación.
Al pasar unos minutos me di cuenta que su marido empezó a encontrarse mal, estaba sudando en pleno invierno, las manos le temblaban. Decidí interesarme por él:
-Perdona, ¿estás bien?- Pregunté entre susurros.
-Nada bien, necesito ir fuera.
-Si quieres salimos, aunque está nevando y alrededor nuestro no hay más que campo.
-Tengo una caseta pequeña a 10 minutos de aquí…
Acompañé a Sean , este es su nombre, a través del campo nevado, con un frío espantoso y un viento que parecía susurrar que nos alejáramos de ahí. Pasados unos 15 minutos llegamos a una cabaña, de esas rústicas, de las que tienen los trabajadores del campo y en la cual no cabe más que dos sillas y algunas mantas rotas.
Entramos, él rompió a llorar. Golpeó la pared, tiro al suelo una foto de ellos juntos y se arrodilló en la esquina gritando y maldiciendo a la vida. No sabía muy bien qué hacer, ya que yo era la única que conocía la historia y el romance que viví con su querida esposa. Aunque mi miedo era evidente, me temblaban las manos y mi tono de voz no era el más adecuado. Me armé de fuerzas y le dije:
-Creo que debes saber algo acerca de tu esposa.
-¿Qué ha pasado, sabes algo? ¡Ayúdame a entender!
-Bueno saber, no sé mucho, pero tengo algo suyo que igual te gustaría conservar.
-Sí por favor, necesito aferrarme a cualquier objeto suyo.
-Cogí el bolso, busqué un poco entre mis cosas, y ahí estaba. Su consolador.
Lo saqué, se lo di y le cambió la cara.
-¿Cómo tienes esto?
Sin darme tiempo a contestar, empezó a olerlo, no sé si por los nervios, el dolor, la pena o la tristeza parecía que apreciaba más el hecho de tenerlo que valorar el porqué lo tenía yo. Tras unos minutos no di crédito a lo que estaba haciendo. Empezó a acariciarse la cara con él, lo olía y se excitaba (debo confesar que yo también), unos instantes después se giró, me dio la espalda y oí como su cremallera empezó a bajarse. No sé cómo ni porqué pero empezó a masturbarse delante mía, con el consolador en un mano y con la otra su miembro viril.
Decidí tomar cartas en el asunto. Estaba excitada y no podía irme de allí sin confesarlo todo. Me acerqué a él, en un principio fui a recriminarle su actitud, pero al ver lo que tenía entre las manos no pude hacer otra cosa. La agarré con todas mis fuerzas, empecé a masturbarle. Él sólo podía gemir, estaba muy dura a la par que mojada. Opté por parar, me apoyé en la pared, bajé mis bragas, dejé el bolso a mi lado y arrodillé a Sean para que me comiera el coño. Tenía curiosidad por ver quién lo hacía mejor. Empezó a darme besos, debo deciros que era más controlado que su mujer, ella era muy frenética. Me masturbó como nadie, ni yo misma lo habría hecho mejor.
Aunque hay algo me suele pasar, siempre que estoy a punto de correrme suelo pensar en la muerte. Sí me excita mucho la muerte. Así que mientras él me masturbaba sin parar, yo decidí abrir mi bolso, cogí una pequeña daga (hasta para eso tengo clase) y se la clavé en el cuello, justo en el punto medio.
Empezó a desangrase, no podía ni gritar. Me encantó volver a repetir. Sí he dicho repetir, ya que con su mujer hice lo mismo, la maté yo. Y no sabéis cuanto disfruté.
Tras unos minutos de agonía al fin murió. Siempre que muere alguien sentimos pena, pero yo me excito. Prueba de ello fue, que cogí de nuevo el consolador y acabé de masturbarme en el charco de sangre de ese cerdo.
Pensaréis que estoy loca, puede ser, pero pienso volver a hacerlo.
Tal vez una noche os invite a una copa, os hablé de música, cine, os halague ya que estáis realmente atractivas esa noche, os invite a mi casa, os devore con mi mirada y excite vuestra alma.
Seguramente moriréis, pero disfrutaréis.
¿No trata de eso la vida?
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