Cada año, el día de la salud mental me he prepuesto escribir un texto como el que estoy escribiendo ahora, pero al final no he sido capaz. Hoy me siento con la valentía y la necesidad de hacerlo, porque creo profundamente en la fuerza liberadora, para uno mismo y para los demás, de visibilizar lo invisible, lo que la sociedad considera un tabú, lo que da miedo, lo que estigmatizamos, lo que ignoramos y lo que simplemente es una parte más de lo que nos compone como persona. Y estoy escribiendo esto para contribuir a que la siguiente frase no cueste tanto de pronunciar: tengo una enfermedad mental. Ni os imagináis lo que cuesta decir esto… de hecho me tiemblan las manos y el alma ahora mismo. ¿Por qué empatizamos tanto con las enfermedades físicas y cuando tiene que ver con la mente nos da tanto miedo? Relacionamos enfermo mental con loco, con psiquiátrico e incluso, a veces, con violencia. Y todo esto no es más que ignorancia al respecto e ideas preconcebidas por la información, o desinformación, de un sistema que condena lo diferente, lo que se sale de la norma.
Con 15 años, en plena adolescencia, tuve un brote psicótico. Y me gustaría centrarme en la palabra psicosis, ya que inmediatamente nos viene a la mente la escena de la ducha de la película de Hitchcock. Esta palabra en su etimología procede del prefijo «psico», del griego «ψυχο» (psycho) forma de «ψυχη» (psychē) alma o espíritu y del sufijo «sis» o «σις» que quiere decir enfermedad o estado irregular. Por lo tanto, teniendo cuenta su significado original, una psicosis sería algo así como una enfermedad del espíritu o un estado irregular del alma. Entendiendo el alma o el espíritu también como la mente. Hoy en día, en medicina, aunque la palabra ya se encuentra en desuso, se entiende como “padecimiento mental en que se caracteriza por algunas alucinaciones, trastornos o delirios como la paranoia”.
Como decía, con quince años experimenté lo que se denomina un “brote psicótico”. Es decir: una ruptura de la realidad de forma temporal, que puede ser provocada por diversas causas, pero la más frecuente es una fuente de estrés potente y continuada en el tiempo…” Me ocurrió al volver de un viaje de fin de curso. Empecé a tener una serie de pensamientos que distorsionaban la realidad y experimenté una especie de estado de euforia en el que me sentía liberada de todas mis limitaciones y condicionamientos mentales. Estaba inmersa en un sueño, pero despierta. Un sueño que duró tres días. Todo era posible, todo era fácil… Y empecé, también, a comportarme de manera extraña durante esos días. Un día fui al colegio en zapatillas de ir por casa, me reía de manera desmesurada por cualquier cosa y mi mirada era ausente. Mi familia y mis amigos se preocuparon muchísimo. Mis padres me llevaron al médico y allí me hicieron todo tipo de pruebas como análisis para comprobar si me había drogado o un tac para ver si tenía alguna lesión cerebral. Nada. Cero. Pasó el tiempo y todo parecía indicar que el primer médico había dado en el clavo: lo que ha sufrido vuestra hija es una crisis adolescente.
Mi vida volvió a la normalidad, aunque en mi interior se había generado un miedo, el germen de la inestabilidad que llegaría más adelante, cuando un episodio parecido se repitió cuando entré a la universidad. En este caso, los delirios no me provocaron euforia, sino una profunda inseguridad y una ansiedad angustiosa. Empecé a sentir que la gente me odiaba y que la realidad volvía a cambiar de color, susurros, miradas, gestos que parecían referirse a mí. Suspicacia. Esta vez fui a una psiquiatra que nos recomendó un amigo médico y tras varias sesiones me comentó que lo que me pasaba se debía a los rasgos de mi personalidad, hipersensible y autoexigente. Me diagnosticaron un “Trastorno delirante”. Y es en ese momento cuando empezó mi camino de aceptación, a pesar de que años después otro psiquiatra opinase que no estaba de acuerdo con el diagnóstico, y que mi cuadro clínico era muy difícil de precisar. Al final, ese limbo de no tener una etiqueta me hacía pensar que sería más llevadero. Ahora lo que pienso es que da igual la etiqueta, que lo importante es que se avance en la investigación, que el sistema cambie o evolucione hacia una sociedad que no esté enferma, para que así empecemos a sanar de verdad, y creo que nuestro granito de arena es aprender a no estigmatizar, o desaprender el estigma. A respetarnos, a ayudarnos os unos a los otros. Por eso he querido contribuir contando parte de mi experiencia, porque aunque me siento el alma al descubierto y hace frío, ya estoy empezando a sentir el calor de la liberación personal y común que estoy viviendo hoy. Ojalá esto os sirva de algo.
Autora:
Ningún comentario