La primera vez que te vi estabas rota. Rasgada de un lado a otro, tu cara parecía la de una muñeca amputada por las manos de un niño cruel. Sólo tus ojos permanecían intactos, inalterables, eternos al otro lado de la pared que habitabas. Me acerqué y te recompuse, y algo se encendió dentro de mí, algo que no sabía siquiera que existía.
No soñé contigo aquella noche, ni las noches siguientes, pero te veía al cerrar los ojos. Al principio sólo el rostro, distante y provocador; después, empecé a imaginar tu cuerpo desnudo, libre y perfecto. Se me erizaba la piel y el corazón amenazaba con estallar.
Pronto empezó tu rostro a inundar los rincones de la ciudad. A veces salía a buscarte, y te encontraba en una nueva esquina, en un nuevo rincón en el que nunca antes había reparado. Una mañana me pasé horas mirándote, con el café enfriándose en una mano y la otra hundida en mi bolsillo.
Supe que no te olvidaría una noche de tormenta. Fuera, el agua caía como si la tierra fuera a convertirse en océano, pero ella y yo estábamos dentro, juntos en el sofá, viendo alguna película absurda en la televisión. No dejaba de pensar en ti; en ti, condenada a perecer bajo el diluvio; en ti, ahogada en la calle, esperando que yo volviera a recomponerte de nuevo. Ella comenzó a besarme el cuello, a desabotonar mi camisa, pero sus labios de carne y saliva me resultaban repugnantes, abominables. Cerraba los ojos y pensaba que eras tú quien recorría con la lengua mi oreja, quien rozaba con las yemas de los dedos mi cuerpo, pero abría los ojos y allí seguía, expectante, ávida de mi abrazo y mi deseo, que ya no palpitaba por ella.
La aparté de un empujón y cayó sobre el sofá. Me miró unos segundos en silencio, aturdida, con la incredulidad en la frente y la confusión en los labios. Pobre infeliz. Entonces supe que nunca llegaría a entender lo que para mí era tan sencillo.
Cuando salí a la calle había dejado de llover. Me quedé unos instantes frente al portal, sin saber qué dirección tomar, temiendo no volver a verte. Una marea de gente se abalanzaba hacia el centro, marchando como un ejército hacia sus ritos tribales. Un grupo de jóvenes pasaron cerca de mí, empapadas. Se reían y me miraban, murmurando entre sonrisas. Una de ellas rozó mi pantalón con la mano, mirándome de soslayo. El vestido blanco parecía estar soldado a sus caderas y casi podía adivinar el tacto de su ropa interior pegada al cuerpo. Pero no sentí nada. Ya nunca podría volver a sentir nada. Las aceras exhalaban un vapor espeso y asfixiante que parecía devorar mis entrañas. Recordaba cada pared donde vivías, cada ladrillo y cada piedra que eran tu baluarte. Pero la lluvia te había destrozado, había arrugado tu pelo y encogido tu boca, había comido tus mejillas como una alimaña ávida de sangre.
Quién sabe cuánto tiempo permanecí allí, frente a tu última imagen anegada, hincado sobre el suelo, llorando. Sentía que el aire se acababa, que la vida se desvanecía en cada bocanada. Pero recordé la mañana que te vi junto a la plaza, abrigada bajo la sombra de los soportales. Corrí durante minutos que parecieron días y durante kilómetros que parecían continentes. Cuando llegué, la luz de una farola era tu única compañía. Ahogué los jadeos junto a ella, con la mente rezumando tu imagen rasgada, mojada, perdida para siempre. Me introduje en las tinieblas que te rodeaban y esperé unos instantes, hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Entonces, caí a tus pies. Ahí estabas tú: poderosa, rotunda y serena.
Comencé a besarte, a tocar tus ojos; lamí tus labios, acaricié tu pelo. No los oí llegar. Sólo alcancé a escuchar una aspiración profunda, la llamada a una carcajada siniestra que atronó las paredes centenarias de la plaza. Aquellos niñatos que nada sabían de nosotros se reían de mí, de ti. La noche aún no había estallado y ellos ya estaban borrachos, con la certeza en el cuerpo, y una botella en la mano. Se abalanzó sobre ti en un parpadeo. Creí que te iba a hacer daño, que te iba a perder de nuevo. No me vio venir. Puede que ni siquiera sintiera cómo el vidrio se le escapaba de las manos hasta que comenzó a golpear su cabeza, su oreja, su cara. Tu rostro y el mío quedaron entonces unidos por su sangre.
Oí las sirenas acercarse, pero no podía moverme. Aquella noche creí que te perdía y estaba a punto de hacerlo. Por eso no podía dejar de mirarte, incluso cuando me arrancaron la botella de las manos y me arrodillaron en el suelo. Y, justo antes de apartarme de ti para siempre, antes de que el metal se cerniera sobre mis muñecas desnudas, vi cómo te volvías para mirarme, cómo abandonabas tu cárcel de papel, la boca perversa y la mirada astuta, para arrojarme un último beso.
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