La madre que hay en la abuela

Sombra y silencio envuelven el cuarto… ahora en blanco y negro. Me acerco despacio a su cama, me siento. Ella me reconoce, me mira con bondad, sospecho que sabe que me siento culpable… por no visitarla más, por no tener más temas de conversación, por no llevarle caramelos, por no quererla con la incondicionalidad con la que ella sabe hacerlo. Esos ojos buenos que siempre lo han perdonado todo, dicen que se alegran de verme, aunque eso signifique apenas distinguirme y escuchar mi voz. A mi voz le cuesta nacer, me agarrota la garganta y lucha por hacerse firme. Finalmente, con alegría genuina avasallada por el remordimiento, y con la sinceridad que solo ella comprende, le digo: -Me alegro de verte, también.

Una ráfaga de viento que deja al descubierto la ventana cambia un poco la atmósfera. Entra aire nuevo y algunos de los últimos rayos de sol de la tarde. Se ve el pedazo de campo que queda de aquella primera fracción que le correspondió a mi bisabuelo cuando los colonizadores dividieron los terrenos para conformar la colonia. A nuestra familia le tocó esta cuchilla fronteriza entre el pueblo y el campo. Lugar al que mi abuela llegó siete décadas después para cumplir todas las tareas acordadas con su esposo y lograr junto a sus cuatro hijos varones vivir de la lechería y el poblado.

Ahora intenta incorporarse con dificultad. Le sonrío y trato de ayudarla no sabiendo muy bien cómo, hago esa pantomima que se hace cuando uno se sabe inepto pero se siente en compromiso. Los años le pesan y por alguna forma de sinapsis psicológica a mí también me pesan. El tiempo recarga sus espaldas, aunque ni ella, ni su sonrisa, ni su dulzura se den cuenta. Su trabajo anónimo siempre estuvo dirigido a otros: fue el pilar inadvertido –incluso para ella misma- de la familia de inmigrantes a la que contribuyó a acriollar y a fijar a la tierra en medio de un entorno que constantemente se iba transformando. Su fortaleza fue capaz de mantener la unidad a pesar del cambio y de no desestimar posibilidades. Estuvo rodeada de la vida misma y quizá se olvidó de sí, como tantos, como tantas.
Ya sentada a mi lado, como rogando un acercamiento me pregunta:

-¿Cómo andás, querida?
-Ando bien, abue. Todo va marchando.

Le digo lo que siempre le contesto, invariablemente, aunque las cosas me vayan mal o estén estancadas como el agua del pozo que hay entre la casa y el granero. Mi atención en modales o mi desatención a la situación, me hacen sistemáticamente repreguntarle:

-¿Vos cómo andás?

Mi consideración olvida que ahora ya casi no se levanta de esa cama que cobija sus dolores y que es la pista perfecta para que aterricen todos sus recuerdos. Su mundo, que antes supo ser de completa entrega a los demás, ahora se reduce a estar a merced de recibir de vez en cuando alguna visita familiar. Me contesta con la frase que luego de repetirla tantos años ya lleva pegada en los labios:

-Bien… No entiendo.

No es que no comprenda mi pregunta, ella se refiere a cosas más abstractas y tan poco sencillas como la existencia misma. Aunque adivino que busca incansablemente esclarecimientos, su cabeza no los encuentra. Ya ha quedado lejos la emoción por los hallazgos explicativos de aquella niña de raíces emotivas nudosas, fuertes, hoy devenida en “la abuela Nelly”, que ayudaba a la maestra a dar clases en su escuelita rural. Cadena transmisora de cultura a veces aún me canta canciones que aprendió por entonces: “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena…” Nos encontramos en la infancia.
Ahora observo su suave piel ajada, las líneas de su sonrisa escondidas tras las arrugas, su ceño fruncido como en pedido de clemencia. La miro y trato de imaginar aquellos tiempos en los que trabajaba en el tambo, cuando en una distribución de tareas con el abuelo, ordeñaba de mañana y de tarde para que mi padre y tíos llenaran los tachitos con los que distribuían la leche por el barrio. Épocas en las que también era la encargada de los niños y los quehaceres de la casa: acondicionar las túnicas y preparar para ir a la escuela; limpiar sin pulidor, lavar a mano, cocinar a leña… Recuerdo cómo aún en mi niñez, seguía preparando sus exquisitos pastelitos hojaldrados, esos que innumerables veces quemaron con su dulce de membrillo mi lengua ansiosa por saborearlos.

-Cocinás como una verdadera abuela -le digo.

Sonríe halagada, sabe que es así. Mi alma se sosiega manifestándole tímidamente mi gratitud, imaginando el regocijo que le despiertan esas pequeñas cosas entre tanto desierto. Quisiera que este instante se detuviera, que durara más tiempo. Me cuestiono por qué no permito que tengamos estos momentos más seguido, por qué día a día me sumerjo en una dinámica en la que ella no está, por qué a veces la naturaleza de su mente y la tiranía del tiempo quieren que ella desvaríe, que se vaya, que se pierda tratando de revolver una carga con pesos que quizá otros creerían que conviene olvidar.
Cada tanto, se escabulle, se va lejos, cabalgada en un pasado quizá demasiado machista del que tampoco llega a quejarse. Emprende un viaje de recapitulación que la muestra profundamente humana, sensible y frágil, en un intento de dar forma a un pasado de decisiones que no dejan nunca de punzar. Dudas existenciales, remordimientos vitales, errores y fracasos se pasean por dentro de mí. Aprecio con respeto la tosquedad y las aristas de su retrato, no hace falta cuestionar.
Miro el reloj que cuelga al lado de su cabecera, el tiempo real tampoco perdona. Llega la hora de dar fin a las memorias que imagino que tiene, la historia familiar ahora la alumbra a ella. Le doy un beso, me paro mientras lamenta la inminencia de mi ida. Mis promesas de volver pronto, cuando se las digo, son realmente sinceras, por más que luego se acumulen los días de ausencia. Camino hacia la vieja puerta del viejo ambiente, el piso de madera original cruje debajo de mí con cada nuevo paso. Salgo. Sonrío lastimosamente, en esa habitación lo único que queda vivo son sus ojos. No puedo decírselo.

Lo nuestro no son sensiblerías ni golpes bajos. Sabemos ambas que la suya no es una historia de éxitos, sino que se trata de una vida de sueños que quedaron obsoletos, perdidos, de una existencia que sabe más bien a sobriedad de reconocimientos. Sin luces ni pompa, sin premios, aunque su mayor premio sea haberlos merecido.

-Yo tampoco entiendo…

Autora:
Valeria Willebald

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