Los niños jugaban en aquella plaza parisina, tal vez un poco melancólica, debido a ese acre sabor a nada que algunos callejones parisinos rebosan día tras día. Normalmente no os llamaría la atención excepto por un pequeño detalle, uno de esos niños soy yo. Mi nombre es Sehait, de pequeño solía jugar en esta plaza a mi deporte favorito, el fútbol. Junto con mis amigos formábamos un gran equipo aunque nada más lejos de la realidad, a las 8 de la tarde volvíamos a nuestras vidas cuotidianas, dejábamos de ser estrellas de fútbol para ser sólo y simplemente niños franceses.
Nunca he tenido la oportunidad de ir a la escuela, soy de esas personas que nace sin ninguna oportunidad en un país que no sabe ni quién soy pero que a mí tampoco me importa, ya que como bien dicen los anuncios de la radio; «la vida será para quien la quiera». Y yo la quiero.
Vivo, bueno malvivo, en la zona de Marcadet. Junto con mi hermano pequeño y nuestra madre intentamos sobrevivir. Podría definiros mi casa, aunque sé que muchos de vosotros nunca la llamarías así. Vivimos en unas paredes con puertas abandonadas, junto a la parada de metro que da nombre a esta zona. En ella no tenemos luz, agua y mucho menos esperanza o futuro. Todos los días nos despierta el sonido de las persianas al levantarse de la panadería de al lado, Jeaun es el encargado de ésta. Tendrá sobre unos 38 años, de aspecto rudo y algo sucio pero con un gran corazón. Siempre nos regala algo de comer junto con una sonrisa; ¡qué sería de nosotros sin sus consejos diarios! «La vida tiende a cambiar con el paso del tiempo, pero algún día controlaremos el tiempo». Esa fue una de las frases que más repetía y que yo, como buen niño, no quise entender.
Una mañana, de esas que no esperas nada emocionante, decidí levantarme pronto para dar una sorpresa a mi madre, además quería estar a punto para salir a trabajar, aunque hay algo de esa mañana que marcó mi vida para siempre. Caminé hacia la cocina para prepararle el desayuno, no teníamos mucho, pero un vaso de leche mezclado con el agua amarga de París serviría para conseguir una valiosa sonrisa por parte de mi madre. Recuerdo vagamente que la mano me temblaba bastante y derramé parte de la leche aguada antes de abrir la puerta, desearía no haberme levantado pronto ese mañana.
Al abrir la puerta vi a Jeaun sodomizando a mi madre sin piedad, dildos, juguetes eróticos y lencería negra. Ella gemía y sollozaba sin parar, seguía como si yo no estuviese allí, por unos momentos creía ser invisible, ambos parecían disfrutar de la situación aunque mi madre relucía unos ojos que nunca olvidaré, esos que escupen un sentimiento de culpa con sólo mirarlos.
Salí de la habitación y me volví a dormir, no podía creer lo que había pasado.
Pasaron los días, no podía mirarme al espejo, sentía rabia, dolor, engaño y algo de frustración. ¿Qué había pasado?.
Una noche empecé a notar un olor extraño, algo más fuerte que el de la sudoración de un niño, pero no había nadie más en la habitación, sólo yo. Me levanté al baño, encendí la luz, me miré al espejo y entonces lo comprendí todo…
Jeuan era yo.
No hay comentarios