Afirmación nada difícil de justificar si se tiene en cuenta esta rigurosa verdad: los hombres verdaderos no escriben, no cuentan cuentos. Dícese últimamente en los círculos de la crítica y de los literatos que la literatura es una actividad netamente femenina, una artesanía comparable al tejido y al bordado. Texto, textura, tejido, etcétera.
Después de todo, hácese notar, a los escritores se los ha acusado siempre de veleidosos, inestables, vanidosos, de tener una sensibilidad hiperdesarrollada, de ser intuitivos, charlatanes, mentirosos. Es decir, mujeres. Es decir: recaen sobre ellos los mismos prejuicios con los que suele calificarse a las mujeres.
Un estudio estadístico realizado por la norteamericana Robin Lakoff, comparando el habla de hombres y mujeres, llega a la conclusión de que los hombres son asertivos, es decir, suelen producir afirmaciones netas, como si su visión del mundo fuera totalmente objetiva. En cambio las mujeres incorporan la duda, el subjetivismo: yo creo, me parece, supongo. (Y la buena literatura nunca afirma nada, siempre duda, siempre plantea preguntas en lugar de dar respuestas.)
Por si fuera poco, Lakoff encuentra que las mujeres son capaces de distinguir matices que los hombres prefieren pasar por alto (los verdaderos hombres, por supuesto, no los que escriben). Un hombre llamará rojo a lo que una mujer puede llamar ladrillo, magenta, fucsia, borravino, carmesí, bermellón. (Y de matices, precisamente de matices está hecha la literatura.)
Queda demostrado, entonces, que los hombres no están dotados por la naturaleza para producir literatura. De modo que no tiene nada de extraño que las mujeres escriban mejor: en realidad, solo ellas escriben. Los hombres se dedican a cargar bolsas o hacer la guerra o, a lo sumo, les dictan cartas a sus secretarias. La literatura está absolutamente abandonada a las manos femeninas.
Digamos que hay mujeres que disimulan su sexo mejor que otras. Esta piba Hemingway, por ejemplo, es bastante difícil de desenmascarar, atribuyéndose, como lo hace, tantos atributos que siempre se consideran típicamente masculinos. Pero si prestamos atención es bastante fácil descubrir su verdadero sexo. En primer lugar, tomemos en consideración esa sabia observación de la Señora Jorge Luis Borges en relación con el pintorequismo y sus errores: en el Corán no figura ningún camello y sin embargo nadie duda de que sea un libro árabe. Dando vuelta a este concepto, la excesiva acumulación de actividades, símbolos e historias fuertemente varoniles nos hace sospechar el disimulo de Hemingway. Que muestra su hilacha romántica en Por quién doblan las campanas, como solo una mujer podría hacerlo. O que es capaz de describir una escena de pesca con una minucia femenina indigna de un auténtico pescador. Los auténticos pescadores son seres lacónicos, que se expresan por gestos y se ayudan con fotos.
Claro, hay que tener en cuenta también esa típica literatura femenina derivada de la oralidad y del diario íntimo, como la que practica nuestro connacional Jorge Asís, con cierto correlato en la simpática Henry Miller, allá en el Norte.
Por algo han sido (comprobada, estadísticamente) las mujeres las grandes lectoras de ficción de todos los tiempos. Gracias a ellas ha sobrevivido la literatura. No es raro escuchar a hombres de pelo en pecho comentar: «Ah, un libro, qué interesante. Se lo voy a dar a mi mujer, que lee mucho.» No solo escribir, tampoco leer ficción es una actividad realmente masculina.
En fin, que mujer es cualquiera. Nunca envidiemos la constante y trabajosa demostración a la que están sometidos los hombres.
En Antología del cuento latinoamericano
del siglo XXI: las horas y las hordas
(Siglo XXI, 1997).
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