I
Pero, ¿qué hace esto aquí?, ¿funcionará aún?, pensó en el eco del vacío una perpleja mente.
…
El mundo se había acabado. La civilización decidió emprender el camino más fácil y ese fue el de la violencia. Naciones enteras no tuvieron piedad con el prójimo. Los ataques eran continuos y pronto la población decidió aceptar su destino y recibir a la muerte con los brazos abiertos. Muchos fueron los que murieron y muchos fueron los que decidieron ser su propia mano ejecutora. Los ataques nucleares fueron un visto y no visto hasta que, casi sin querer, se había acabado todo.
El aire no era más que ceniza gris que dolía al respirar. El amanecer no era más que una lejana luz en la espesa niebla que perpetuamente se alzaba. Noche, día, todo era lo mismo, cara y cruz no se distinguían en esta moneda forjada con sangre. Los pocos edificios que seguían en pie eran colosos olvidados, amasijos de hierro y piedra. La vida que alguna vez forró sus paredes había sido arrancada y no quedaba más que insensible ceniza. Aún se podían ver cadáveres colgando de farolas, puentes o de cualquier sustento para viajar al, más que nunca, añorado cielo. Otros cuerpos se pudrían en las quebrantadas aceras y eran pasto de los carroñeros que habían sobrevivido al Apocalipsis.
El color verde se había extinguido, el azul del mar había sido borrado del arco iris y los rojos y carnosos labios que alguna vez sonrieron ahora no eran más que tierra resquebrajada y seca. A pesar de este paisaje de penuria y pesadilla, había gente que quería vivir y que se aferraba a este mundo con uñas y dientes. Otra gente, respondiendo a su instinto animal, había recurrido a la caza de sus hermanos y al canibalismo. Casas cercadas, cerradas repletas de cuerpos desnudos y desnutridos que sollozaban esperando que una pierna, un brazo o su alma calmaran la sed de sangre de los que se hacían llamar humanos.
El mundo de los humanos había dejado paso al mundo del horror.
II
Se quito los guantes y enseguida sintió el frío helarle la piel. Suavemente, y como si sus dedos fueran bisturís, la abrió con mucho cuidado para no romperla. Oh…, esta vez no fue su mente si no sus oxidadas cuerdas vocales las que hablaron.
…
Vio la noticia mientras comía. El mundo se acaba y yo comiendo una lata de atún caducada, un pensamiento instintivo. Terminó su suculento festín e hizo la maleta. Ropa de abrigo, eso le sería de mucha utilidad en un futuro próximo. No tenía ni idea de qué pasaría en los próximos días pero, si algo tenía claro, es que no se quedaría para averiguarlo. Metió en la maleta un par de botas, una pistola con tres balas y la foto de su mujer e hija. En una gran bolsa metió comida para, como mucho, una semana si sabía racionarla. Cerró ventanas, puertas y las entabló. Dio un pequeño paseo por su oscura morada y se encaminó al sótano. Casi se me olvida, radio y gafas. Si no, no sabré cuando salir.
En los dos primero días y bajo el débil flexo que tenía había devorado ya dos de los cuatro libros que le servían de entretenimiento. Cuando no leía intentaba buscar una emisora que siguiera emitiendo o que no estuviera hecha escombros. Solía rezar, por el alma de sus dos mujeres y por su salvación. Creyente férreo, decidió vivir el Fin del Mundo si así su creador lo había decidido. Al cabo de cinco días en el más absoluto silencio, consiguió sintonizar una emisora local. “…tima ofensiva. Así es, si alguien aún nos escucha, si alguien queda vivo aun, que busque refugio. Rusia pretende lanzar una última ofensiva nuclear sobre los EEUU y todo acabará. El mundo tal y como lo conocemos no es más que histo…”se perdió la señal. Siguió unos minutos más intentado buscar de nuevo esa señal pero sólo le llegaban palabras inconexas que nada tenían que decir. Decidió aguardar al ataque y, luego, una semana de reclusión antes de salir.
III
De sus ojos brotaban lágrimas, la poca fuerza que ya le quedaba se escapaba en forma de torrente intermitente. El débil agua mojaba sus labios y le devolvían el tono carne que tuvieran en un pasado. Las rodillas le dolían en esa posición y se tumbó. Sonreía, la felicidad se reflejaba en su rostro.
…
Se despertó de sopetón cuando todo el suelo tembló sobre él. Fino polvo cayó del techo, o suelo según se mirara. El bombardeo era incesante y destrozaba sus tímpanos, gritaba y ni su grito le llegaba, sólo ese pitido infernal antes de la nada. Se escondió debajo de la litera que colgaba de la pared, hecho un ovillo y gritando y llorando. Las paredes parecían caer y el techo, que antes sirvió a sus pies de suelo, se lamentaba quejumbroso en un crujir lastimoso que era imperceptible en esa orquesta de decibelios. Tan pronto como llegó se esfumó. Siguió gritando hasta que el pitido empezó a alejarse y se dio cuanta de que estaba gritando como un loco. Intentó calmarse pero fue imposible, cerró los ojos inundados y se durmió del cansancio de la batalla librada. Aquel fue el día de su vida que más paz sintió mientras soñaba.
La poca comida que le quedaba estaba rancia y decidió no comer más. Tardaría cinco días más en salir. El hedor del sótano era horrible, entre humedad y heces humanas se conseguía un perfume de ultratumba. No había hablado con nadie en esas dos semanas salvo con Dios, necesitaba ver el sol y sentir aire puro. Se colocó las gafas y se encaminó hacia la trampilla del sótano.
Su casa no existía. Un prado de polvo y escombros que no levantaban más de un pie del suelo. Toda su vida perdida. Enseguida tosió, las cenizas se colaron en sus pulmones y le hicieron toser sangre coagulada. Se tapó la boca con la parte alta de la camisa. Silencio. Silencio. Y un frío que hacía caer estrellas del firmamento.
IV
Una vez y otra más, sin cesar.
…
Tuvo que volver dentro al cabo de unos breves minutos. La ceniza se había depositado en la piel dándole un toque espectral. El frío había hecho mella y dentro de su cabeza se despertaban tempestades. Raudo, se colocó otro pantalón encima del que ya llevaba, tres camisetas, una sudadera y la chaqueta. Se puso una amplía bufanda alrededor del cuello y un gorro con orejeras, en las manos unos gruesos guantes. Menos mal que el Señor me avisó, si no ya estaría muerto; pensar esto le heló, aun más si cabe, su sólida sangre. Se metió la pistola entre un pantalón y el otro y se calzó las botas. Echó la vista atrás un momento y decidió, al fin, salir para no regresar. Necesito comida.
A medida que caminaba el paisaje no cambiaba: Gris niebla y escombros. Había encontrado a una mujer agazapada en la esquina que aun quedaba en pie de un edificio. Cuando se había acercado y le tendió la mano la mujer se puso a gritar y le dijó que se fuera entre insultos y sollozos. Se alejó lentamente con los ojos desorbitados, la humanidad se perdía en sus pecados y él no podía hacer nada. Siguió caminando mientras sus pulmones le decían que lo dejara. Cada vez la tos era más fuerte y dolorosa, escupía sangre. Los ojos le escocían y tenía que llevarlos entrecerrados como si el sol estuviera en su punto álgido. Siguió caminando por pétreos valles que el hombre jamás pudo escribir. Tuvo visiones de leyenda que nadie supo plasmar en lienzo. Siguió caminando.
Decidió sentarse a descansar un poco. Tiro el palo que le había servido de bastón durante el camino y se sentó con dificultad en una gran piedra que perfectamente podía haber sido la pared de la habitación de su hija. Se frotó los ojos y sintió una sed que le desgarraba la garganta. No tenía ni agua ni comida y estaba agotado. Noto un silbido en la oreja y se giró, no vio nada y pensó que serían imaginaciones suyas. Otro silbido, pero esta vez una bala choco contra la señal de trafico que había tirada junto a él. Se levantó presa del pánico y agitó los brazos: “¡Eh, estoy vivo, no disparéis!”, tosió y se tuvo que arrodillar del dolor. Otro disparo que no se oía pero que acertó en su hombro izquierdo. Cayó al suelo y ahora sí, pudo oír el murmullo de gente correr hacia él gritando de alegría. Levantó la cabeza y vio a cuatro hombres y una mujer correr como poseídos a por él. No serán capaces, no, oh Dios mío…se levantó y aferró su hombro con fuerza con la otra mano maldiciendo a su Dios y empezó a correr. Eran mucho más rápidos que él y casi no podía respirar. No dejes que me cojan, por favor, suplicó. Delante de él apareció la figura de un hombre con una escopeta y apuntándole. Cuatro disparos y ninguno le dio. Se giró y sus cuatro perseguidores estaban en el suelo muertos.
V
Se acordó del día de su boda, de cuando nació su hija, de aquel hombre que le había salvado la vida a dos pequeños no hacía demasiado tiempo. Tenía unos recuerdos difusos, no sabía quién era. La sed mataba su respiración mientras la sangre subía desde sus pulmones. Decidió que podía hacerlo una vez más.
…
“Lleve cuidado con los caníbales, viejo”, no tendría más de veinticinco años y tenía la voz y los ojos de uno de cuarenta. “¿Caníbales?”, se apresuró a preguntar. El joven se dio la vuelta y empezó a caminar, “Matan para sobrevivir, no les culpo. Yo mato animales moribundos o enfermos para poder llevarme algo a la boca. Ahora todos somos como animales.”. “¿Qué…qué ha pasado?”, la voz le salía entrecortada y le dolía hablar. “Adiós a todo lo que conocíamos. No se exponga demasiado, lo matarán”. El hombro le ardía y vio que toda su ropa estaba empapada, el chico se dio la vuelta al ver que no decía nada y lo vio ya desmayado en el suelo.
Le dolía el hombro. Llevaba una venda y estaba tumbado en un montón de mantas. El joven vigilaba en la puerta de entrada de aquella habitación de dos paredes y sin techo. Puerta, pensó, esa palabra ya no existe. “Buenos días viejo”, parecía no alegrarse demasiado de que se despertara, “llevas un día en cama.”. Se levantó como pudo y se acercó a la puerta, cuando llegó donde estaba el joven, éste le empujo y le hizo señas de agacharse y guardar silencio. Tres hombres rebuscaban en los escombros con pistolas en las manos y escopetas a la espalda. Uno de ellos, de color, llevaba un machete ensangrentado en una mano. “Menuda mierda, aquí no queda ni nada ni nadie.”, dijo uno de ellos. “Espera, veo algo allí”, una sonrisa macabra apareció en el rostro del hombre negro. Un niño de unos doce años salió corriendo con otra niña pequeña agarrada de la mano. Lloraban y los tres tipos salieron a su caza riendo. El joven le dijo al viejo que se quedara quieto y no hiciera nada. El hombre sacó su pistola, la aferro en el pecho y se puso a rezar. El joven salió de entre esas paredes, no lo volvió a ver con vida.
Se oyó un disparo y un grito ahogado lo siguió. Otro disparo y otro más y otro. Un último y todo se silenció. “Deja a los críos, con este tenemos cena para los dos. Además el negro también está moribundo, dos por uno.”, risas y risas, risas de un mundo que había perdido la condición de mundo. Esa noche lloró y tosió, cada vez que tosía quedaba en silencio esperando a oír pasos o un disparo que le llevara lejos de allí. No paso nada. Se levantó al día siguiente decidido a encontrar a esos niños, si no estaban ya muertos.
VI
La bailarina siguió bailando una eternidad tras otra.
VII
Cuando salió de allí, vio la sangre y lo que quedaba del joven allí. La cabeza y una pierna. Más sangre y un vómito que se cae al suelo. Estaba descompuesto, sediento y desnutrido. Caminó lo poco que le dejaron sus piernas hasta llegar al edificio de enfrente y caer de rodillas en un montón de escombros. Tosió y sus manos fueron a tropezar torpemente con el suelo donde algo metálico brillaba.
Pero, ¿qué hace esto aquí?, ¿funcionará aún?, pensó en el eco del vacío una perpleja mente.
Una cajita de música oxidada. Se sorprendía de ver como algo tan efímero había resultado ileso. Era circular con grabados torpes, los siguió con la punta del guante hasta que dio una vuelta entera a la bolita que tenía entre sus manos.
Se quitó los guantes y enseguida sintió el frío helarle la piel. Suavemente, y como si sus dedos fueran bisturís, la abrió con mucho cuidado para no romperla. Oh…, esta vez no fue su mente, si no sus oxidadas cuerdas vocales las que hablaron.
La más bella melodía salió de las entrañas de la cajita de música. Esa música no merecía ser entonada en tan penoso estado. Era belleza, era mar, era aire, era cielo, era tierra, era estrella y era vida. Una dulce bailarina corroída por el hierro daba vueltas, a la vez que describía un infinito en la base de la caja. Infinito, como esa melodía que jamás se perdería en el tiempo o en el vacío. La melodía acabo y el color se volvió a perder. Una vez más, se dijo para si mismo.
Una vez y otra más, sin cesar.
Pero no fue una, fueron muchas repeticiones. Infinitas, cariño, parecía decirle la bailarina. Dejó que, todo lo maravilloso que alguna vez fue esa hostil tierra que ahora pisaba, se concentrara en ese instante, en ese tutú medio rosa, medio rojo, en la infinidad de la melodía.
Se acordó del día de su boda, de cuando nació su hija, de aquel hombre que le había salvado la vida a dos pequeños no hacía demasiado tiempo. Tenía unos recuerdos difusos, no sabía quien era. La sed mataba su respiración mientras la sangre subía por desde sus pulmones. Decidió que podía hacerlo una vez más.
Se acordó de todo, de lo difuso que era el mundo. Se acordó de su nombre, del de su mujer, del de su hija. Se acordó de cuando era niño y corría con los calcetines por las rodillas. Se acordó de su madre y su padre sentados en el salón, su padre leyendo el periódico, su madre viendo la televisión, él observándolos riendo. Se acordó del mundo, se acordó de su Dios y se acordó de lo profundo que podía ser el infinito.
La bailarina siguió bailando una eternidad tras otra.
Cerró los ojos mientras bailaba para él, una vez y otra y otra. La belleza de la melodía llegó a todos los rincones y, hasta los animales, las brutales bestias que alguna vez fueron humanos, volvieron a serlo. El mundo, por un segundo, fue únicamente de una infinita bailarina oxidada.
El fin del principio, o el principio del fin. Techo o suelo, según se mire.
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