La mañana está oscura, indescifrable
para alguien como yo.
Ciego y mudo me guío por
los vagos ronquidos que
retumban en mis oídos.
La oscuridad es penetrante,
asusta.
Abro la puerta y ni una luz
a la vista, mis manos acarician
las paredes del laberinto
que es mi propia casa.
La puerta chirría ante mi presencia,
intentando asustarme para que
me rinda de cumplir mi empresa.
Las luces han sido devoradas
por los sueños de niños
que tienen miedo de despertar
y volver a ver a sus padres
discutir sobre la comida
que toca ese día.
Yo también fui ese niño,
alguna vez, quizás,
no estoy seguro.
Ni un resquicio de libertad
en la calle, me siento como ellos
cegado y sin ganas de abrir
los ojos, acomodado en
el rebaño que siempre
me acompaña.
Los héroes de la historia
siguen durmiendo en cunetas,
abrazados a cal y camaradas;
los villanos siguen haciéndonos
sangrar, perder la vida
y qué sé yo qué más.
Y por fin, entre la penumbra,
logro vislumbrar una luz lejana.
Allí, bajo la tímida luz de una vela
se halla mi tumba, la lápida con
mi nombre grabado y sin fechas
que me anuncien mi cercana muerte.
Y allí veo a los Lorca, a los Víctor Jara,
a los poetas consecuentes encerrados
y torturados hasta la muerte.
Veo un poema obrero que surgió
de las manos de Miguel,
veo mi propio Stalingrado
en las frases de Neruda.
Muerto, pues prefiero alimentar gusanos
que rechazar los ideales que han hecho que
deje de ser humano para convertirme
en persona.
No intentes buscarme pues soy yo
el que me busca, entre poemas emborronados
o en las cunetas de la autopista.
Allí descansa mi conciencia obrera,
mi orgullo proletario, pues yace
con aquellos que lucharon
por mi futuro.
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