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El desprecio

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Cabezas claras, lo que se llama cabezas claras, no hubo probablemente en todo el mundo antiguo más de dos: Temístocles y César; dos políticos. La cosa es sorprendente, porque, en general, el político lo es precisamente porque es lerdo en su pensar. Hubo, sin duda, en Grecia y Roma, otros hombres que pensaron ideas claras sobre muchas cosas… filósofos, matemáticos, naturalistas. Pero su claridad fue de orden científica, es decir, una claridad sobre cosas abstractas. Todas las cosas de que habla la ciencia, sea ella la que quiera mi entusiasta lector, son abstractas, y las cosas abstractas son siempre claras. De suerte que la claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que la hacen como en las cosas de que hablan. Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única. El que sea capaz de orientarse con precisión en ella, el que vislumbre bajo el caos que presenta toda situación vital la anatomía secreta del instante, el que no se pierda en la vida, ése es de verdad una cabeza clara. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan mucho ni poco la realidad a que parecen referirse. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus «ideas» no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. Ciñéndonos pues a la realidad cotidiana que nos afecta en el día a día, perdón por tanta redundancia, que creo necesaria, podemos observar a que clase de cabeza o cabezas pertenecen algunos de nuestros políticos del gobierno y que clase de idea, quizá ideas, tienen los mismos. Pronto se celebrarán elecciones europeas a Cortes -el humorismo es mío, perdón- y hay agrupación política que se presenta sin candidato. Oyen bien, sí; sin candidato. A estas elecciones se suelen presentar personas -con ideas y proyectos en la cabeza- para resolver dudas y problemas de la ciudadanía  y de la ‘res’ pública concreta y no se presentan caballos.De aquí a la duda máxima vital hay un paso…y lo daré diciéndolo: ¿Será de verdad necesario disponer de ese engorroso trámite de presentar a un ser pensante a las elecciones? Visto lo visto, responderé: no; no es necesario, y en consecuencia bien podrían presentar a un equino, noble animal cuadrúpedo al que su domesticación por parte del hombre le habrá supuesto sin fin de desgracias; hombre hubo en la historia pasada que hizo algo asimilable. El hecho en si mismo de prescindir de candidato o de no darlo a conocer implica dos cosas, a saber: una, el gran desprecio a la ciudadanía que alberga el partido en el gobierno, y dos la ineficacia del mismo al pasar necesariamente a ser tan solo la ‘voz de su amo’ -no muerdas la mano que de comer te da- y ser tan solo un ‘corre ve y dile’ de las cuitas que no más de una docena de comensales guisarán en Madrid y Berlín. Y es que -aquí me desmelenaré- la desvergüenza de la cúpula del partido que ostenta la mayoría en Cortes, el desprecio a todo aquello que suene a ciudadano y la catadura moral de la mayoría de sus personajes es de tal magnitud, que como quizá presenten a unos impresentables que bien pudieran ser éstos asnos, igual acabará dándonos igual que sean de dos que de cuatro patas.

Autor:
Javier Giner | Lucecita de El Pardo

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